RETIRO CUARESMAL 2014
El día 29 de marzo de 2014, en el Colegio San Miguel del Rosario, nos reunimos un grupo de laicos para tener una mañana de retiro espiritual como una reflexión enmarcada en la Cuaresma y preparación a la Pascua.
La Jornada estuvo orientada por Hermana María Helena Nicholls, nuestra coordinadora y el Pbro William Acosta Capellán del Colegio y párroco de la Iglesia del Rosario. Se muestra la guía que seguimos durante la mañana, para culminar con la Bendición del Santísimo, después de la Adoración Eucarística y las reflexiones de fondo.
PROGRAMA RETIRO CUARESMAL 2014
FRATERNIDAD DE LAICOS DOMINICOS DE LA PRESENTACION BARRANQUILLA
29 DE MARZO 2014
COLEGIO SAN MIGUEL DEL ROSARIO
COORDINADORES: HNA MARIA HELENA NICHOLLS, PADRE WILLIAM ACOSTA PERALTA
1. 8:00 EUCARISTIA CON LA COMUNIDAD DE HNAS
DEL COLEGIO
2. 8:45 REFLEXION A CARGO DE HNA MARIA HELENA
NICHOLLS
3. 9:30 INTERVENCION DEL PADRE WILLIAM ACOSTA
PERALTA
4. 10:00 RECESO – REFRIGERIO
5. 10:15 TALLER DIRIGIDO POR EL PADRE WILLIAM
ACOSTA PERALTA
6. 10:45 PLENARIA
7. 11:00 ADORACION EUCARÍSTICA – HORA SANTA (
Durante este espacio el Padre estará disponible para confesar a quienes lo
desean )
8. 12:00 BENDICION DEL SANTISIMO – DESPEDIDA
RECOMENDACIONES:
·
La
puntualidad para que aprovechemos todo el programa del retiro
·
Traer
leído el material que se anexa en el mensaje
·
Traer la
Biblia para realizar el taller y libreta de apuntes
·
Prepararse
para participar por grupitos con alguna reflexión en la Hora Santa.
MENSAJE
DEL
SANTO PADRE
FRANCISCO PARA
LA CUARESMA 2014
Se hizo pobre para
enriquecernos con su pobreza
(cfr. 2 Cor 8, 9)
Queridos hermanos
y hermanas:
Con ocasión de la Cuaresma os propongo
algunas reflexiones, a fin de que os sirvan para el
camino
personal y comunitario
de
conversión. Comienzo
recordando las palabras de san Pablo: «Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo
pobre por vosotros para enriqueceros con su
pobreza» (2 Cor
8, 9). El Apóstol se dirige a
los cristianos de Corinto
para alentarlos a ser
generosos y ayudar
a los fieles de Jerusalén que pasan necesidad.
¿Qué nos dicen, a los cristianos de hoy, estas palabras de san Pablo?
¿Qué nos dice hoy,
a nosotros, la invitación a la pobreza, a una vida pobre en
sentido
evangélico?
La gracia
de
Cristo
Ante todo, nos dicen cuál es el estilo de Dios. Dios no se revela mediante el poder y la
riqueza del
mundo, sino mediante la debilidad
y la pobreza:
«Siendo rico, se hizo
pobre por vosotros…».
Cristo, el Hijo eterno
de Dios,
igual
al
Padre en poder
y gloria, se hizo
pobre; descendió
en
medio de nosotros, se acercó a cada uno
de nosotros; se desnudó, se “vació”,
para
ser en todo
semejante a nosotros
(cfr. Flp 2,
7; Heb 4, 15). ¡Qué gran misterio la encarnación
de
Dios! La razón de todo esto es el amor divino, un amor que es gracia, generosidad,
deseo
de proximidad, y que no duda
en darse y sacrificarse por las criaturas a
las
que ama. La caridad,
el amor es compartir en todo
la suerte del amado. El
amor nos hace semejantes, crea igualdad, derriba los muros y las distancias.
Y Dios hizo esto con
nosotros. Jesús,
en
efecto, «trabajó con manos de hombre, pensó
con inteligencia de hombre, obró
con
voluntad de hombre, amó con corazón
de
hombre. Nacido
de la Virgen María,
se
hizo verdaderamente uno de nosotros,
en todo semejante a nosotros
excepto en el
pecado» (Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, 22).
La finalidad
de
Jesús al hacerse pobre no es la pobreza en sí
misma, sino —dice san
Pablo—
«...para enriqueceros con su
pobreza».
No
se trata de un
juego de palabras ni de
una expresión para causar sensación.
Al contrario, es una síntesis de la lógica de Dios, la lógica del amor,
la
lógica de la Encarnación
y la Cruz. Dios no
hizo caer sobre nosotros la salvación desde lo alto,
como
la limosna de quien
da parte de lo
que para él es superfluo
con aparente piedad filantrópica.
¡El
amor de Cristo no es esto! Cuando Jesús entra en
las aguas
del
Jordán y se hace bautizar por Juan
el Bautista, no
lo hace porque necesita penitencia,
conversión;
lo hace para estar en medio de la gente, necesitada de perdón, entre nosotros, pecadores, y cargar con
el
peso de nuestros pecados. Este es el camino
que
ha elegido para consolarnos, salvarnos, liberarnos de nuestra miseria.
Nos
sorprende que el Apóstol
diga
que fuimos liberados no por
medio
de la riqueza de Cristo,
sino por medio
de su pobreza.
Y, sin
embargo,
san
Pablo conoce bien
la
«riqueza insondable de Cristo» (Ef 3,
8), «heredero de todo» (Heb 1, 2).
¿Qué es, pues, esta pobreza con la que Jesús nos libera y nos enriquece? Es precisamente su
modo de amarnos,
de estar
cerca de nosotros,
como el
buen samaritano
que
se acerca a ese hombre
que todos habían abandonado medio muerto al
borde del camino (cfr. Lc 10,
25ss). Lo que nos da verdadera libertad, verdadera salvación y verdadera felicidad es su
amor
lleno de compasión, de
ternura, que quiere compartir con nosotros. La pobreza de Cristo
que nos enriquece consiste en el hecho que se hizo carne,
cargó con
nuestras debilidades y nuestros pecados, comunicándonos la misericordia infinita de Dios.
La
pobreza de Cristo es
la mayor
riqueza:
la riqueza de Jesús es su
confianza ilimitada en
Dios Padre, es encomendarse a Él en todo
momento,
buscando siempre y solamente su
voluntad y su gloria. Es rico como lo es un
niño que se siente amado por sus padres y los ama,
sin dudar
ni un
instante de su amor y su ternura. La riqueza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo, su
relación única con el
Padre es la prerrogativa soberana de este Mesías pobre.
Cuando Jesús nos invita a tomar su
“yugo
llevadero”, nos invita a enriquecernos con esta “rica
pobreza” y “pobre riqueza” suyas, a compartir
con
Él su espíritu filial y fraterno,
a convertirnos en hijos
en el Hijo, hermanos en
el Hermano Primogénito (cfr Rom 8, 29).
Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos (L.
Bloy); podríamos decir también
que
hay una única verdadera miseria:
no vivir como hijos de Dios y hermanos de
Cristo.
Nuestro testimonio
Podríamos pensar
que
este “camino” de la pobreza fue el de Jesús,
mientras que nosotros, que venimos después de Él, podemos salvar
el
mundo con los medios humanos adecuados. No
es
así. En toda época y en todo lugar,
Dios sigue salvando
a los hombres y salvando el
mundo mediante la
pobreza de Cristo,
el cual
se
hace pobre en los Sacramentos,
en la Palabra y en su Iglesia, que es un
pueblo
de
pobres. La riqueza de Dios no puede pasar a través de nuestra riqueza, sino
siempre y solamente a través de nuestra pobreza, personal
y comunitaria, animada por el
Espíritu de Cristo.
A imitación
de nuestro Maestro, los cristianos estamos llamados a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a fin
de aliviarlas. La miseria no
coincide con
la pobreza; la miseria es la pobreza sin
confianza, sin
solidaridad, sin esperanza. Podemos distinguir tres tipos de miseria:
la
miseria material,
la miseria moral
y la miseria espiritual. La miseria material es la que habitualmente llamamos pobreza y toca a cuantos viven
en una condición
que
no es digna de la persona humana:
privados de sus derechos fundamentales y de los bienes de primera necesidad como la
comida, el
agua, las condiciones higiénicas, el
trabajo,
la posibilidad
de
desarrollo y
de crecimiento cultural. Frente a esta miseria la Iglesia ofrece su servicio, su diakonia,
para
responder a las necesidades y curar estas heridas que desfiguran
el rostro de la humanidad.
En los pobres y en
los últimos vemos el
rostro de Cristo;
amando y ayudando a los pobres amamos y servimos a Cristo. Nuestros esfuerzos se orientan
asimismo a encontrar el
modo de que cesen en el
mundo las violaciones de la dignidad humana, las discriminaciones y los
abusos, que,
en
tantos casos, son
el origen de la miseria. Cuando el poder, el lujo
y el
dinero se convierten
en
ídolos, se anteponen a la exigencia de una distribución justa de las
riquezas. Por
tanto, es necesario que las conciencias se conviertan
a la
justicia, a la igualdad, a la sobriedad
y al
compartir.
No es menos preocupante la miseria
moral, que consiste en convertirse en esclavos del
vicio y del pecado.
¡Cuántas familias viven angustiadas porque
alguno de sus miembros —a
menudo joven— tiene dependencia del alcohol, las drogas,
el juego o la pornografía!
¡Cuántas personas han
perdido
el
sentido de la vida, están
privadas de perspectivas para el
futuro y han perdido la esperanza!
Y cuántas personas se ven
obligadas a vivir
esta miseria
por condiciones sociales injustas, por falta de un
trabajo, lo
cual les priva de la dignidad que
da llevar el pan a casa, por falta de igualdad respecto de los derechos a la educación
y la salud. En estos casos la miseria moral
bien
podría llamarse casi
suicidio
incipiente. Esta
forma de miseria,
que también es causa de ruina económica, siempre va unida a la miseria espiritual,
que nos golpea cuando
nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si
consideramos que no
necesitamos a Dios,
que en
Cristo
nos tiende la mano, porque
pensamos que nos bastamos a nosotros
mismos, nos encaminamos por un camino
de fracaso. Dios es el único
que
verdaderamente salva y libera.
El Evangelio es el
verdadero antídoto contra la miseria espiritual: en cada ambiente el cristiano
está llamado a llevar
el anuncio liberador de que existe el perdón del mal
cometido, que Dios es más grande que nuestro
pecado y nos ama gratuitamente,
siempre, y que
estamos hechos para la comunión
y para la vida eterna.
¡El
Señor
nos
invita a anunciar
con gozo este mensaje de misericordia y de esperanza! Es hermoso experimentar
la
alegría de extender
esta buena nueva, de compartir el tesoro que se nos ha confiado, para consolar los corazones afligidos y dar
esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos
en el vacío.
Se
trata de seguir e imitar a Jesús, que fue en
busca de los pobres y los pecadores como el pastor con la oveja perdida,
y lo hizo lleno de amor. Unidos a Él, podemos abrir con
valentía nuevos caminos de evangelización
y promoción humana.
Queridos hermanos y hermanas,
que
este tiempo
de Cuaresma encuentre a toda la Iglesia dispuesta y solícita a la hora de testimoniar a cuantos viven en
la miseria material, moral y espiritual el mensaje evangélico,
que
se resume en
el anuncio
del
amor del Padre misericordioso, listo
para abrazar en Cristo a cada persona.
Podremos hacerlo en la medida
en que nos conformemos a Cristo, que se hizo pobre
y nos enriqueció con
su pobreza. La
Cuaresma es un tiempo adecuado para despojarse; y nos hará bien preguntarnos de qué
podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer
a otros con
nuestra pobreza. No
olvidemos que la verdadera pobreza duele: no sería válido
un despojo sin
esta dimensión penitencial.
Desconfío de la limosna que no cuesta y no duele.
Que el Espíritu
Santo, gracias al
cual «[somos]
como
pobres, pero que enriquecen a
muchos; como necesitados,
pero poseyéndolo
todo»
(2 Cor 6, 10), sostenga nuestros
propósitos y fortalezca en nosotros
la atención y la responsabilidad ante la miseria humana, para que seamos misericordiosos y agentes de misericordia.
Con este deseo,
aseguro
mi oración por todos los creyentes.
Que
cada comunidad eclesial
recorra provechosamente el camino cuaresmal.
Os
pido que recéis por mí. Que el
Señor
os bendiga y la Virgen os guarde.
Vaticano,
26 de diciembre de 2013
Fiesta de San Esteban, diácono y protomártir
“JESUCRISTO, CAMINO, LUZ Y
META DEL PROCESO CUARESMAL”
CITeS - RETIRO DE CUARESMA 2011
AMBIENTACIÓN
El título que hemos
elegido este año para nuestro retiro de Cuaresma es
sumamente rico e iluminador.
Normalmente al
hablar de la
Cuaresma nos referimos
a un
tiempo con un carácter fuertemente penitencial,
que se inspira en esos
40 días pasados por Jesús en el desierto antes de comenzar su vida pública.
Pero, en realidad, son los casi
3 años
de
actividad pública lo
que verdaderamente le sirve a Cristo de preparación
para
vivir su misterio pascual.
Y si algo caracteriza ese tiempo es su estar siempre en camino. Recorrió los caminos de Israel, se manchó de su polvo y
de su barro, se sometió a las inclemencias del
tiempo, y sufrió los riesgos del aventurero. Pero su afán no fue el caminar, sino el entrar en el camino de las gentes, para ayudarles a encontrar la verdadera vía,
para ser luz que
alumbra en las tinieblas, para ser él mismo el camino y la meta
de
todos los desorientados.
Y este tiempo de Cuaresma debería ser una oportunidad, como la que
Dios
nos ofrece cada día,
para
reencontrarnos con ese Cristo: en el camino de nuestra vida, en los momentos en que nos asalta la sed, cuando ya no tenemos luz y nuestros ojos están
cerrados…
Pero encontrarle a él implica un modo nuevo y diferente de vivir. Los personajes con los que
él se encontró nos lo
dicen: la samaritana
anuncia a sus
conciudadanos
la presencia del Mesías, ese Mesías que se convierte él mismo en el “buen samaritano”, que se detiene
a ayudar a cuantos encuentra en su camino, a los
que están sedientos, a
los que no ven...
¿Qué es, entonces la Cuaresma? ¿Cuál es nuestra mejor preparación
para vivir la Pascua?
¿Ayunos,
oraciones, penitencias? ¿O poner los ojos en él: dejarnos
iluminar con
su presencia y dejarnos
encontrar por él? Somos
invitados todos a acercarnos al pozo de nuestra
sed insaciable para encontrarle a él: somos invitados a reconocer nuestra
ceguera y gritarle a su paso por el camino para que él nos abra los ojos; somos invitados a seguirle y
a vivir como él, imitando el ejemplo del “buen
samaritano”.
Siempre –los humanos- terminamos queriéndolo controlar todo,
hasta el seguimiento de Cristo y
la búsqueda de Dios.
Pero
ha llegado el tiempo en que los verdaderos adoradores del Padre lo serán en espíritu y verdad. Es el anuncio liberador de Cristo a la samaritana y a todos nosotros. Sigue siendo Él el único capaz de abrirnos los ojos,
de ser nuestra luz, de ser quién nos
impulse a ayudar a nuestro prójimo.
REFLEXIÓN 1ª:
EL ICONO DE LA SAMARITANA: Jesucristo en el camino de nuestra “cuaresma”
(Iniciamos
con
la audición-visión del episodio narrado de la Samaritana – Jn 4)
De todos es de sobra conocido el texto evangélico de la Samaritana (Jn 4). Un
texto sumamente sugerente y confeccionado con
gran inteligencia por el evangelista San Juan. Sabemos que se
trata de un
diálogo ejemplarmente pedagógico, a través del cual
Jesús pretende guiar a la samaritana al reconocimiento de su verdad y
de
la grandeza del
Dios
que se le está regalando y que ella aún es incapaz de ver.
Este diálogo ha servido, también, de inspiración a tantos hombres y mujeres
seguidores de Cristo, aunque quizás
destacan con más fuerza las mujeres
que
han sabido
empatizar mejor con cuanto la Samaritana estaba viviendo. Podríamos mencionar a Teresa de Jesús y a la Madre Teresa de Calcuta. Para nuestra Santa la petición de la
Samaritana, así como ese situarse en la escena del pozo,
fueron una oración recurrente: “Señor, dame de esa agua”.
En nuestros tiempos tenemos
el claro ejemplo de la Madre Teresa de Calcuta, que al igual que Teresa de Lisieux, descubre en la doble petición de agua (la de Jesús a la
Samaritana, y la
de la Samaritana a
Jesús) el motivo y razón de
ser de su vida y servicio a los más pobres, y de su
entrega a la oración: camino para comenzar a escuchar en el
corazón esa petición
de
Jesús de que tiene sed…
Podríamos citar otros muchos ejemplos que podrían, sin
duda, ayudarnos mucho en nuestra reflexión. Ya el simple gesto de leer pausadamente el texto y
colocarnos una
vez (o más) en el lugar de la Samaritana, y otra vez en el lugar de Jesús, nos ofrecería tantas
conclusiones para nuestra vida de relación con Él, y nuestra tarea de cómo acompañar a los
otros en el descubrimiento de Dios.
Desde ambas
perspectivas he querido situarme para llevar a cabo esta reflexión.
Que cada uno se aproveche de lo
que
mejor le venga… Pero siempre estará ahí el Jesús
que
no se cansará de esperarnos en el pozo.
1. Jesús en su camino se acerca a la
Samaritana (
se acerca a mí)
Es sumamente significativo, desde la perspectiva desde la cual nos acercamos a este texto, constatar
que JESUS CAMINO, precisamente hace un alto en su camino en tierras de Samaría,
junto al pozo de Jacob. La escena que se desarrollará en este lugar no es algo casual,
sino algo
buscado
intencionadamente por
Jesús.
Y no se detiene en cualquier tierra, sino en un lugar considerado como tierra de “paganos”, de impuros,…
es
decir, un lugar a evitar, o a pasar lo más rápidamente posible. Ya este solo gesto nos
habla
mucho
de Jesús: un hombre que
no se
deja
condicionar por categorías
–ni humanas, ni religiosas-,
y que –como se subrayará
después- está solo interesado en la “persona”… y por ella renuncia absolutamente a todo. Sin duda,
una
actitud que debe hacernos mucho
pensar, especialmente
a los que nos designamos a
nosotros mismos
como religiosos, cristianos, católicos ( es
decir, los puros,
los santos, los salvados…. frente
al resto…)
Hoy en día, no hay que ir demasiado lejos para encontrarnos con tantos
“samaritanos” considerados perdidos, maldecidos, condenados… -claro, desde el punto
de vista de los fieles a la Iglesia-… ¡Cuántos comentarios de desprecio
hay
en nuestros
ambientes contra el laicismo, los ateos, los musulmanes,… en definitiva, contra los que no piensan como nosotros! Quizás, sin querer,
pero de hecho se crea esa mentalidad de
separación.
Subrayo esta realidad porque hace aún más
actual el episodio que estamos reflexionando, y que nos ayuda a descubrir que el camino de Jesús sigue pasando por Samaría, y por lo tanto, también el nuestro. Nos
toca abajarnos al lenguaje y a la realidad
del
mundo –sin condenarla- para poder iluminarla, tal como vemos
que
hace Jesús con la Samaritana y con cada
uno
de nosotros (¡por desgracia, hoy condenamos antes
de comenzar a
dialogar o a tratar de comprender!)
2. -El Icono de la Samaritana reproduce muy bien la pedagogía que Jesús lleva
con
cada uno de
nosotros si nos acercamos al pozo
Ya hemos dicho que Jesús se para en una tierra no grata a los judíos. Pero
el lugar
concreto tiene aún una fuerza simbólica mayor. Se habla del pozo de Jacob, es decir de un lugar que –a pesar de todo- está ligado a la Historia de la Salvación, y a uno de los
personajes importantes. El hecho de tratarse de
un
pozo, significa
que es, además, un lugar al que acuden todos los que tienen
sed.
Y el agua es, un bien
necesario y precioso.
El lugar donde Jesús “espera” está marcado por esos dos elementos que reúnen
en un mismo símbolo (el
pozo) las dos esferas complementarias de la vida del hombre: el agua que sacia la sed del cuerpo, y la salvación o elección divina, que sacia la sed del
alma. El lugar ya es una instigación contra el dualismo.
Jesús se planta en ese punto o eje cardinal del camino. Su intención no es solo la de descansar, sino la
de
poder ofrecer el agua verdadera que puede saciar la sed en el
camino de la vida.
Sería muy importante que cada uno identificase cuál es ese “pozo” donde se
dirige para sacar el agua que –al menos momentáneamente- pueda saciar su sed.
-La Persona escogida, también lleva una carga simbólica profunda: una mujer
samaritana (en cuanto samaritana “excluida” del pueblo Elegido – y
en cuanto mujer
despreciada por la sociedad – y desconocedora de su propia dignidad y
sed). El reto de
Jesús aquí será triple y,
por
lo tanto, más complicado: rescatar a la persona en esa
triple dimensión relacional que la constituye en relación con los otros, consigo misma y con
Dios. Y todo el diálogo parece seguir esa pauta: la llevará a ir superando esa triple barrera
que
dificulta el encuentro y
la apertura a la verdad.
Cualquiera puede llegar a identificarse con esta
mujer. Hay muchos elementos
que,
en el fondo, nos tocan a todos: sentirnos excluidos por algo, no aceptar nuestra
historia, nuestra búsqueda continua de satisfacciones, nuestro permanecer encerrados en conceptos
sobre Dios, o en tradiciones, normas, costumbres….
(el
otro es siempre el
“enemigo”, el diferente), nuestra sed profunda,
muchas veces no reconocida,… nuestra
búsqueda de intereses (incluso cara a Dios), nuestra búsqueda
de
seguridades, miedos,
etc….
3.- En el camino Jesús nos va enseñando a
confrontarnos con nuestra
verdad (el camino
que hace Jesús con la Samaritana)
a. ACTITUD
DE JESUS: (LO QUE JESÚS ME OFRECE EN EL CAMINO)
Centrar la mirada en el
modo
de actuar y comportarse Jesús con la Samaritana, también puede servirnos como ayuda
para
identificar en qué
manera
Jesús se está dirigiendo a mí, o qué aspectos de mi vida quiere iluminar.
-En el episodio descubrimos a Jesús que
busca las condiciones ideales para que
el diálogo con la samaritana pueda
dar
fruto: así
la condición necesaria
parece ser la
intimidad personal, el cara a cara, sin público. (ya
Jesús se había encargado de mandar a
sus
discípulos que
se fueran). Aquí podemos también plantearnos lo que Teresa
de
Jesús nos enseña: que ese espacio de intimidad
que
Jesús nos ofrece está en nuestro interior,
en la
oración.
-Es Jesús es que toma la iniciativa, el que se humilla y abaja: “Dame de beber”.
Jesús quiere hacer
que
el otro se sienta
protagonista,
necesario, imprescindible. Ese
“dame de beber” que conlleva,
además,
un
recordar a la persona su llamada
a participar
como imagen de Dios en la marcha de la creación. Será, también, el grito de Jesús
en la
Cruz: “Tengo sed”…
Ahora
queda saber si la Samaritana y cada
uno de
nosotros
escuchamos esa voz y estamos dispuestos a responderla.
-Jesús quiere ir al fondo de la cuestión. En el fondo no le interesa quedarse en
una
realidad material, por muy
imprescindible que sea (agua),
sino
que quiere adentrarse en
otro
espacio, en otro pozo, en otro agua. Su verdadero interés es que
la Samaritana descubra y conozca quién es Él y cuál es el don de Dios que se le está ofreciendo.
-Frente a la ceguera de la Samaritana, Jesús demuestra paciencia; y
le ofrece una ulterior explicación: no
razonamiento, sino
constatación de la diferencia entre lo material
(el
agua que da sed)
y lo
espiritual (el agua que se convierte en fuente)
-Frente a la petición interesada de la Samaritana (dame de esa agua)
(¡una fe
basada en el interés y
beneficio personal!), Jesús
la lleva hacia algo mucho más
importante para su vida (¡el primer gran milagro!): que la Samaritana reconozca su verdad, es decir, que reconozca
su vida sedienta: una
búsqueda
nunca saciada…. El habla de la sed de la vida. Y solo reconociendo su sed “esencial y existencial” es capaz de abrirse a lo que Jesús
le está ofreciendo. (a lo que Jesús me está ofreciendo)
b. ACTITUD
DE LA SAMARITANA: (NUESTRA ACTITUD)
Acercarnos a la actitud concreta de la Samaritana nos
puede ayudar también a
descubrir cual puede ser nuestra actitud en la relación con Jesús, con Dios.
-Frente a la
“humildad” de Jesús, la Samaritana manifiesta desconfianza; quizás
porque se siente descolocada: “¿como?, o porque no puede aceptar que las cosas no son
como tienen
que
ser… (o que Dios
se salga de su imagen, y actúe de forma “arbitraria”).
-Frente a la pretensión de Jesús de analizar el tema en profundidad, la Samaritana insiste en mantenerse en lo material y superficial (en lo que ella puede dominar y controlar)… En la
auto-justificación
con
la norma o la
tradición (“¿Eres tú
más que nuestro padre Jacob…?)
-Sabiendo lo que está en juego (el agua que quita la sed
para
siempre) la samaritana lo quiere, pero lo sigue interpretando en clave materialista, y su petición es
todavía interesada. No es aún una respuesta de fe, sino de búsqueda de sí misma, de
seguir saciando sus necesidades inmediatas y de sus intereses. La mujer aún no es capaz de aceptar su verdad. (Aquí emerge, en cierto sentido, su espíritu y talante religioso:
una
religiosidad interesada????)
-Cuando mira a su vida
presente y pasada, gracias a la intervención de Jesús,
reconoce lo que
ha sido su vida: una vida
en el fondo llena de una sed nunca saciada. Por eso este reconocimiento
de su “sed existencial” la lleva – es ahora ella la que cambia de
tema-
a otra pregunta que señala su no conseguida búsqueda de Dios….. “dónde adorar a Dios”. Es decir, ahora sabe que tiene una sed infinita, pero no sabe cómo saciarla.
4. -En el camino Jesús nos va confrontando a enfrentarnos a la verdad del Padre:
a. LA ACTITUD DE JESUS:
En el icono de la Samaritana Jesús parece dejar claras sus
intenciones:
-Descubrir cuál es la sed verdadera de la persona, su necesidad principal. Este
descubrimiento pasa necesariamente
por
el reconocimiento de la propia verdad.
-En el proyecto de Jesús
de revelarnos al Padre, y de mostrarnos el nuevo camino,
Él realiza una revolución total
de lo que significa el culto y la
religión. Los verdaderos
adoradores
serán en espíritu y
verdad.
b. EL CAMBIO EN
LA SAMARITANA
A lo largo de todo el diálogo vamos asistiendo a un cambio y transformación cualitativa en la Samaritana (Cristo hace emerger lo bueno y grande que hay en ella, y
que
ella misma desconocía):
- Solo aceptando su verdad y su sed, se plantea la verdad de Dios. Una verdad,
sin embargo, que necesita hacer su camino:
de la instrumentalización de Dios,
de
lugares, de tradiciones (un Dios que separa---lugares diferentes de
adoración)….
- El reconocer a Dios la lleva a plantearse
quién
es su
Enviado. Ya está
preparada para acoger y reconocer a Jesús, que le revelará el verdadero
rostro del Padre.
-Este encuentro con la verdad produce su efecto en la mujer:
deja
el cántaro (la hace libre) y va a anunciar a su pueblo quién es Jesús (se convierte en testigo y apostol).
-Es el testimonio de la mujer el que suscita la fe… pero esa fe también tiene que
crecer y asentarse no en lo que dice la mujer sino en Jesús
mismo.
CONCLUSIÓN: PARA MI CUARESMA DE LA
VIDA (puntos de reflexión)
-Tú eres el samaritano, la samaritana, a quien Jesús está esperando en
el pozo
-Sin duda alguna, Jesús ha desviado su camino para acercarse
también a ese “pozo”
donde tú te acercas a buscar agua.
-Sería muy importante que cada uno identificase cuál es ese “pozo” (sus debilidades, gustos, placeres,
insatisfacciones,…) donde se dirige para sacar el agua
que
–al menos momentáneamente- pueda saciar su sed.
-Me invita a traer mi verdad, lo que sacia esa sed, mis esclavitudes o pequeños dioses:
amantes, ordenadores, dinero, placeres, ….
¿Sacia realmente mi sed?
-Reconociendo la “sed insaciada” puedo abrirme a descubrir a un Dios que se me da
como Padre, en espíritu y verdad
-Quién es Dios para mí? ¿Cómo me relaciono con Él? ¿En gratuidad o en búsqueda de
algún interés?
-Tú eres ese “Jesús” que se compromete a dar de beber a todos los
que tienen
sed.
JESUCRISTO, META DEL ITINERARIO
PASCUAL
ICONO DEL BUEN SAMARITANO1
(Lc
10,
25-37)
Muchas veces a Jesucristo lo identificamos con
el
buen samaritano. Por lo tanto la parábola nos invita a ser como el buen samaritano. De esta manera nos
configuramos a
Cristo sirviendo, ayudando al prójimo.
Pero
este icono tiene muchos colores y
varias figuras. Para terminar de ver en
totalidad la figura
de
Cristo, como
nuestra meta
del
camino pascual,
necesariamente tenemos que mirar
detenidamente
para
apreciar este icono en su totalidad.
1. EL FONDO DEL ICONO
En el capítulo anterior, cap. 9 del
evangelio de Lucas, Jesús emprende
el viaje hacia Jerusalén. Viaje que
físicamente
llevará a Jesús a la Ciudad Santa, y espiritualmente lo
hará
madurar más en
su opción de Mesías y
Salvador.
El fondo del icono del
buen samaritano, está
pintado
de
colores serios y a la vez con
penumbras.
1.1.
El maestro de la
Ley
Vemos el maestro de la Ley que se levanta y, para ponerlo a prueba a Jesús, le pregunta:
¿Qué debo hacer para
alcanzar la
vida
eterna? (10, 25).
La misma
pregunta, curiosamente va a aparecer por segunda vez en el cap. 18. Donde uno
de
los jefes, un joven rico, lo preguntará nuevamente
en el camino, ya más cerca de
Jerusalén: “Maestro
bueno que debo hacer para heredar la vida eterna? [Vende todo lo que tienes y sígueme]
Aquí, en nuestro pasaje Jesús pregunta a su vez al maestro de la Ley: ¿qué dicen las
![](file:///C:/Users/MARGAR~1/AppData/Local/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image019.png)
1 Reflexiones recogidas de la siguente bibliografía: Comentario Bíblico Internacional. Comantario católico
y ecuménico para el siglo XXI., Publicado bajo la dirección de Wiliam R. Farmer y Armando J. Levoratti, Sea McEvenue, David L. Dungan, Editorial Verbo Divino, Estella 1999; Coemntario al Nuevo Testamento, (Editt. Santiago Guijarro Oporto y Miguel Salvador García), Editoriales:
Atenas, PPC, Sigueme, Verbo
Divino, 19953; Alessandro PRONZATO, Señor, ¿a quién iremos? Comentarios a los evangelios de Juan y
Lucas, Ediciones Sígueme, Salamanca 2003.
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”
(Dt 6,4-5) y
añade “y
con toda tu mente y
a tu
prójimo como a ti mismo”.
Ha contestado bien. Vemos que este hombre sabe, sabe lo
que
es más importante, el
amor. Pero, el “saber” no basta. Sobre todo cuando es un saber que no compromete. Este tipo de saber no interesaba a Jesús. Muchos de sus encuentros, incluso con el joven rico, Él terminaba como cortando: Vende todo y sígueme; obra así y vivirás, coge tu cama y vete, vete y
no
peques más, etc…
El maestro de la Ley, sin embargo se muestra impaciente por cerrar el debate. Parece que le faltase el coraje de terminar teniendo pendiente un compromiso.
Cerrar el debate
teórico y abrir el capítulo de acción. Tiempo de obras. Seguramente también por eso
sigue mantenido el debate teórico. Por eso sigue preguntando: “¿Y
quién es mi prójimo?
También esta pregunta es justificable. Es bien
puesta, en
el sentido de que para los judíos
el prójimo
no era la persona
cualquiera. Para
un judío tradicional el prójimo era
solamente un hermano de pueblo, el otro israelita; los demás no eran prójimos.
Pero
aún dentro del sistema socio-religioso del judaísmo,
ese próximo debía
reunir unas condiciones especiales para poder acercarse a
uno, no debía
estar impuro legalmente
para
que no hiciera impuro a nadie.
A Jesús, sin embargo, le interesa solamente que el maestro de la Ley, intérprete bien su
papel activo. “Haz eso y vivirás” “Vete y haz
tú
lo mismo”.
1.2.
La importancia del verbo “hacer”
Lo primero es de notar que la importancia del “hacer” nos resalta del papel del escriba. Es él que pregunta. Sin embrago el verbo se le hace fastidioso. Porque el maestro de la
Ley en seguida capta la
indirecta de Jesús: Sabes de todo, pero hasta que no
hayas aprendido a
hacer, obrar, tu saber no vale para nada. En otros términos,
el conocimiento no es saber, ni siquiera ver, sino actuar.
El conocimiento es inseparable de la praxis.
Alguno ha dicho “yo conozco a una persona cuando la quiero y
no cuando sé todo sobre ella. Yo conozco al otro cuando empeño mi vida por el, cuando me comprometo en su favor.” El pastor conoce sus
ovejas porque “da la vida por ellas”.
Podemos
decir que avanzo en el conocimiento del otro en
la medida en que me ocupo de
él. Me dejo provocar por sus necesidades, sus exigencias. Cuando actúo a favor de él.
De la experiencia de Santa Teresa podemos recordar las palabras del Castillo interior:
“Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan
siempre obras, obras” 7M 4, 6.
Pero el hacer no es toda la lección de este pasaje. No es el color que prevalece en este icono. Ni mucho menos. Justamente aquí es cuando empieza el relato de un hombre que
bajaba de Jerusalén a
Jericó.
Se trata de un camino de unos 30 kilómetros con una bajada desde unos 700 metros sobre el nivel del mar hasta unos 250 metros bajo el nivel del mar
Mediterráneo. Camino
pasaba por las montañas. Era estrecho y peligroso. Lleno de cuevas donde se
podían esconder los ladrones.
2. LOS PERSONAJES PRINCIPALES
DEL ICONO
Los personajes fueron cuidadosamente elegidos. Primero son…
2.1. El sacerdote y el levita: El
predomino de formalismo a
la misericordia
El sacerdote y el levita son los dos
personajes
que primero pasan por delante del judío
apaleado y
lo
ignoran siguiendo su camino; a Jerusalén.
- “Bajaba por aquel camino un sacerdote y,
al verlo, pasó de largo.”
- “Lo mismo un
levita, llegó al lugar, lo vio y
pasó
de largo.”
Con aquellos dos personajes Jesús implícitamente quiere advertir que no hay que seguir ni al sacerdote ni
al levita que pretenden presentar la
imagen de Dios invisible, en el
templo, haciéndose ellos, a su vez, invisibles cuando se trata de pararse,
de
modificar su programa religioso.
Es inútil seguirles porque no tienen nada de decir
de
parte de Dios, aunque presuman de poseer una especie de exclusiva de la verdad.
Es mucho mejor acudir al “hereje”, al
samaritano.
Normalmente pensamos que esa actitud se debía a una falta de compasión. Una falta de
estremecimiento del corazón. EL sacerdote y el levita tenían, por decir así, hormiguero en
la cabeza, pero sin conexión con el corazón. No se dio en su interior esa conexión entre el cerebro y
el
corazón, que les empujaría a la acción.
Pero hay también otra explicación
de su comportamiento y en consecuencia otra lección
para
nosotros, que va todavía más allá.
Es muy probable que ambos fueran rumbo a Jerusalén a oficiar en el Templo, por su
parte la ley establecía que quien tocara un cadáver ensangrentado quedaría impuro
hasta la noche y obviamente alguien
impuro no podía participar de los rituales religiosos.
Es por eso que el simbolismo del sacerdote y el levita no es solamente de impiedad ni de
crueldad, a lo mejor ni
mucho menos. Sino de anteponer formalismos rituales a la misericordia y el perdón.
La imagen de la balanza (entre) el espíritu y la
letra es uno de los pilares de la enseñanza de Jesús y también del Antiguo Testamento: “misericordia quiero y no sacrificios (Os:
6,6).
2.2. El agredido y
el
samaritano: la importancia del corazón
El hombre asaltado y golpeado es un judío, y mientras que quien ofrece ayuda gratuita
es un samaritano. Entre estos dos grupos existía una intensa hostilidad racial. El autor del libro de Eclesiástico, judío Ben Sirá, el hombre culto y de mucha experiencia, y conocedor, por sus viajes, de diversos pueblos y culturas describe a los samaritanos como “el pueblo necio,
estúpido” a quien “su alma detesta” (Eclo 50, 25-26). Se sabe
incluso que a
los judíos les estaba prohibido p.ej. decir amén al final de la oración presentada por un samaritano.
Había también opiniones
contrarias entre los judíos; algunos pensaban que
los samaritanos debían ser tratados como israelitas.
En ambos casos, durante
la vida de Jesús,
los samaritanos eran considerados
“extraños”.
Y de hecho al final de la parábola el maestro de la Ley ni se atreve
pronunciar el nombre del hombre que trató con misericordia al asaltado.
Más importante que los pensamientos sabios y las
argumentaciones elaboradas
por
la mente es la sacudida
de
las entrañas. La razón es la del corazón. El intelectual se salva
solamente cuando arriesga
su corazón.
Si no tiene miedo de amar. Cuando baja de la
cátedra y se mancha las manos. Cuando siente todavía un estremecimiento del corazón.
Porque el conocimiento de Dios pasa
necesariamente por conocimiento del hombre.
Dicho
en otras
palabras:
lo que
Dios nos pide
–según Jesús-
no
es que seamos “religiosos”, sino que seamos
“humanos”, viviendo la compasión hacia los otros.
“Un soldado, pidió
al sargento permiso,
para ir a buscar a su compañero
que
no había regresado a la base; el permiso fue denegado, sin embargo el soldado desobedeciendo fue de
todos modos y al cabo de unos días, regresó con el
compañero muerto; esto hizo enojar mucho a su superior...
Te dije que estaba muerto y ahora tú estás herido, pero el soldado respondió: Cuando lo encontré aún estaba con vida y me dijo: Yo sabía que vendrías por mí.”
La lección que podemos sacar de este fragmento de la parábola es que precisamente ese
“extraño”, el samaritano da pruebas de ser prójimo. El samaritano es el prójimo del maestro de la Ley.
¡Un
samaritano
es mi prójimo! Y yo estoy
invitado a ser
un samaritano.
3. OTRAS CARAS EN EL ICONO
3.1. En la
cara del samaritano
La tradición
ha
visto en la cara del samaritano la cara de Jesús.
Sencillamente basta
recordar el pasaje
del lavatorio de los pies para
tomar
conciencia de
similitudes en la postura de Jesús y el buen samaritano:
“Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el fin. Y cuando cenaban, … se levantó de la cena, y se
quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó.
5 Después echó agua en una jofaina y se puso
a lavarles los pies a los discípulos, y a secárselos con la
toalla con
que
estaba ceñido” J 13, 1-9.
Sin duda la parábola
del buen samaritano habla
de
Jesús mismo. No es
necesario mirar mucho tiempo para reconocer de quien es la cara. Jesús es
el
buen samaritano, que sin
conocer, sin poder esperar algo de éste despojado, se acercó a vendar sus heridas.
¿Acaso no se acercó Cristo a tu vida cuando estabas
maltratado y alejado de Dios? ¿No vendó Cristo tus heridas? ¿No te puso aceite y vino? ¿Figuras del Espíritu
Santo y sangre
derramada? ¿No pasaste por la cabalgadura de la cruz y luego te llevó al mesón, que es
figura del trono de Dios?
Jesús vino a cumplir con
la ley y los profetas (sacerdotes y levitas) pero vino a superar a
ambos por el camino de la misericordia y el amor, porque lo
que no
hicieron ellos Él lo consiguió y a través de Él, el hombre es salvo.
3.2. En la
cara del agredido
En una capilla en Vaticano, decorada por el jesuita esloveno Marco Ivan Rupnik, profesor
de
la espiritualidad oriental, encontramos en una de las paredes dedicada a la ascensión y Pentecostés, el icono del buen samaritano. El Espíritu Santo que ha salido de
Dios
en el símbolo de un torbellino penetra todas las cosas
en el mundo y regresa a Dios bajo forma del amor fraterno. Es la representación de la divinización
del
hombre.
Vemos aquí buen samaritano.
Mirando detenidamente vemos que el Samaritano tiene el mismo
rostro del herido. Solamente visto desde dos ángulos diversos y con un diverso
peinado.
Una única aureola ilumina a ambos para que se perciba que se trata de una única
persona. Cristo es el buen Samaritano que ha venido a curarnos. Pero también Cristo es
el agredido, apaleado,
herido que nos enseña a recibir ayuda. A
dejarse curar, vendar
las heridas, a dejarse tocar, dejarse atender. La dinámica del verdadero amor consiste en el
doble movimiento: dar y recibir. Nosotros podemos amar después de ser amados, curar
después de haber sido curados.
“¿Sabes recibir el amor?
… ¡es tan raro el equilibrio entre dar y recibir!…
Hay personas absolutamente incapaces de recibir el amor.
Hay otras que filtran
el
amor recibido, según su modo de ser, reduciendo o ampliando el afecto que recibe a través
de
sus lentes
(existenciales)
de
aumento o disminución.
… Hay,
también, las personas que no darán (amor) jamás,
pues sólo saben
recibirlo.
Y hay aquellas otras que quieren y necesitan recibirlo, pero no sabe qué hacer cuando (y cuanto) lo reciben.
…
¿Qué valdrá un amor mayor que el mundo, si el modo de recibirlo es pequeño?
… Saber recibirlo, aunque parezca pasivo, pero
es activo.
Saber recibir es tan amar cuanto dar amor. Recibir amor es tan
difícil cuanto amar!
Es que amar [a veces]
desobliga, y recibir amor parece que prende las personas, las
aprisiona, cuando debería ser exactamente lo contrario, pues saber recibir es tan
grandioso y difícil cuanto saber darlo”2
Para entender mejor el icono de la experiencia plena del amor volvemos a nuestro pasaje
del
lavatorio de los pies del evangelista Juan:
“Antes de la fiesta de Pascua, … como Jesús había amado a los suyos que estaban
en el mundo, los amó hasta el fin…. 6 Entonces vino a Simón Pedro; y Pedro le
dijo: Señor, ¿tú me lavas los
pies? 7 Respondió Jesús y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después. 8 Pedro le dijo: No me
lavarás los pies jamás. Jesús le respondió: Si no te
lavare, no tendrás nada que ver
conmigo. 9 Le dijo Simón Pedro: Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la
cabeza.” J 13, 1-9.
Podemos también recordar la experiencia de nuestra Santa Teresa. En su autobiografía
recuerda que la experiencia del recibir fue prácticamente el detonando en su proceso de
![](file:///C:/Users/MARGAR~1/AppData/Local/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image020.png)
“¡Oh Señor de mi alma! ¡Cómo podré encarecer
las mercedes que en estos años
me hicisteis! ¡Y cómo en el tiempo que yo más os ofendía, en breve me disponíais con un grandísimo arrepentimiento para que
gustase de vuestros regalos y
mercedes! A la verdad, tomabais, Rey
mío,
el más delicado y
penoso castigo por
medio que para mí podía ser, como
quien bien entendía lo que me
había de
ser más penoso. Con regalos grandes castigabais mis delitos.” V 7, 19.
Por mucho
tiempo Teresa de Jesús se niega a recibir, sintiéndose culpable y en realidad indigna de lo que se le ofrece. Pero después de una confesión se deja invadir por el
Señor, totalmente.
Ya no se defiende, ya le confía plenamente. Empieza la relación
profunda.
“Estuve
así
casi dos
meses, haciendo
todo
mi poder en
resistir
los
regalos y mercedes de Dios…. Gané de este resistir gustos
y regalos de Dios, enseñarme Su
Majestad. Porque antes
me parecía que para darme regalos en la oración era
menester mucho arrinconamiento, y casi no me osaba bullir. Después vi lo poco
que
hacía al caso; porque cuando más procuraba
divertirme [distraerme] (4), más me cubría el Señor de aquella suavidad y gloria, que me parecía toda me rodeaba y que por ninguna parte podía huir, y así era. Yo traía tanto cuidado, que me
daba
pena. El Señor le traía mayor a hacerme mercedes y a
señalarse mucho más que solía en estos dos meses, para que yo mejor entendiese no era más en mi
mano
(5). Comencé a tomar de nuevo amor a la sacratísima Humanidad.
Comenzóse a asentar la oración como edificio que ya llevaba cimiento…” V 24, 1-
2.
Conclusión
En el icono
del
buen samaritano se
nos
presenta a Jesús-Amor. Amor que en el
fondo, pasando por medio de los personajes principales
y hasta en lo que se pueda intuir en lo más allá de una imagen, siempre está presente. Es un Amor que invita, empuja a actuar.
Es un Amor que estremece el corazón.
Que es más fuerte que puros razonamientos y no
se dobla delante de las exigencias de la ley.
Y por fin es un amor que pasa más allá de nuestra realidad.
Jesucristo
reflejado en la totalidad del Amor en ese icono, se vuelve para nosotros la meta, la plenitud del nuestro camino.
RETIRO CUARESMAL 2013
Mensaje del Papa Benedicto XVI para la Cuaresma
2013
Viernes 1 de
febrero de 2013
«Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos
creído en él» (1 Jn 4, 16)
Queridos hermanos y hermanas:La
celebración de la Cuaresma, en el marco del Año de la Fe, nos ofrece una
ocasión preciosa para meditar sobre la relación entre fe y caridad: entre creer
en Dios, el Dios de Jesucristo, y el amor, que es fruto de la acción del
Espíritu Santo y nos guía por un camino de entrega a Dios y a los demás.
1. La fe como respuesta al amor de Dios
En mi primera Encíclica expuse ya
algunos elementos para comprender el estrecho vínculo entre estas dos virtudes
teologales, la fe y la caridad. Partiendo de la afirmación fundamental del
apóstol Juan: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él»
{1 Jn 4,16), recordaba que «no se comienza a ser cristiano por una decisión
ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva... Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10),
ahora el amor ya no es sólo un "mandamiento'', sino la respuesta al don
del amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro» [Deus cantas est, 1). La
fe constituye la adhesión personal –que incluye todas nuestras facultades– a la
revelación del amor gratuito y «apasionado» que Dios tiene por nosotros y que
se manifiesta plenamente en Jesucristo. El encuentro con Dios Amor no sólo
comprende el corazón, sino también el entendimiento: «El reconocimiento del
Dios vivo es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya
abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor.
Sin embargo, éste es un proceso
que siempre está en camino: el amor nunca se da por "concluido" y
completado» {ibídem, 17). De aquí deriva para todos los cristianos y, en
particular, para los «agentes de la caridad», la necesidad de la fe, del «encuentro
con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de
modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir
impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual
actúa por la caridad» (ib., 31a).
El cristiano es una persona
conquistada por el amor de Cristo y movido por este amor –«caritas Christi
urget nos» (2 Co 5,14) –, está abierto de modo profundo y concreto al amor al
prójimo (cf. ib., 33). Esta actitud nace ante todo de la conciencia de que el
Señor nos ama, nos perdona, incluso nos sirve, se inclina a lavar los pies de
los apóstoles y se entrega a sí mismo en la cruz para atraer a la humanidad al
amor de Dios.
«La fe nos muestra a Dios que nos
ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente
es verdad que Dios es amor... La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios
revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el
amor. El amor es una luz -en el fondo la única- que ilumina constantemente a un
mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar» (ib., 39). Todo esto nos
lleva a comprender que la principal actitud característica de los cristianos es
precisamente «el amor fundado en la fe y plasmado por ella» (ib., 7).
2. La caridad como vida en la fe
Toda la vida cristiana consiste
en responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente la fe,
acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos
precede y nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa
historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da
pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros aceptemos su
amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí,
transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no
vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga 2,20).
Cuando dejamos espacio al amor de
Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma caridad.Abrirnos a su
amor significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con él, en él y
como él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente «a actuar por la
caridad» (Ga 5,6) y él mora en nosotros (cf. 1 Jn 4,12). La fe es conocer la
verdad y adherirse a ella (cf. 1 Tm 2,4); la caridad es «caminar» en la verdad
(cf. Ef 4,15). Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la caridad se
vive y se cultiva esta amistad (cf. Jn 15,14s). La fe nos hace acoger el
mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de ponerlo en
práctica (cf. Jn 13,13-17). En la fe somos engendrados como hijos de Dios (cf.
Jn 1,12s); la caridad nos hace perseverar concretamente en este vínculo divino
y dar el fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22). La fe nos lleva a reconocer
los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda; la caridad hace que
fructifiquen (cf. Mt 25,14-30).
3. El lazo indisoluble entre fe y caridad
A la luz de cuanto hemos dicho,
resulta claro que nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y caridad. Estas
dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es equivocado ver
en ellas un contraste o una «dialéctica». Por un lado, en efecto, representa
una limitación la actitud de quien hace fuerte hincapié en la prioridad y el
carácter decisivo de la fe, subestimando y casi despreciando las obras
concretas de caridad y reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por otro, sin
embargo, también es limitado sostener una supremacía exagerada de la caridad y
de su laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la fe. Para una
vida espiritual sana es necesario rehuir tanto el fideísmo como el activismo
moralista. La existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del
encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que
derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo
amor de Dios.
En la Sagrada Escritura vemos que
el celo de los apóstoles en el anuncio del Evangelio que suscita la fe está
estrechamente vinculado a la solicitud caritativa respecto al servicio de los
pobres (cf. Hch 6,1-4). En la Iglesia, contemplación y acción, simbolizadas de
alguna manera por las figuras evangélicas de las hermanas Marta y María, deben
coexistir e integrarse (cf. Le 10,38-42).
La prioridad corresponde siempre
a la relación con Dios y el verdadero compartir evangélico debe estar arraigado
en la fe (cf. Audiencia general 25 abril 2012). A veces, de hecho, se tiene la
tendencia a reducir el término «caridad» a la solidaridad o a la simple ayuda
humanitaria. En cambio, es importante recordar que la mayor obra de caridad es
precisamente la evangelización, es decir, el «servicio de la Palabra». Ninguna
acción es más benéfica y, por tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el
pan de la Palabra de Dios, hacerle partícipe de la Buena Nueva del Evangelio,
introducirlo en la relación con Dios: la evangelización es la promoción más
alta e integral de la persona humana. Como escribe el siervo de Dios el Papa
Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio, es el anuncio de Cristo el
primer y principal factor de desarrollo (cf. n. 16). La verdad originaria del
amor de Dios por nosotros, vivida y anunciada, abre nuestra existencia a
aceptar este amor haciendo posible el desarrollo integral de la humanidad y de
cada hombre (cf. Cantas en veritate, 8).
En definitiva, todo parte del
amor y tiende al amor. Conocemos el amor gratuito de Dios mediante el anuncio
del Evangelio. Si lo acogemos con fe, recibimos el primer contacto
–indispensable– con lo divino, capaz de hacernos «enamorar del Amor», para
después vivir y crecer en este Amor y comunicarlo con alegría a los demás.
A propósito de la relación entre
fe y obras de caridad, unas palabras de la Carta de San Pablo a los Efesios
resumen quizá muy bien su correlación: «Pues habéis sido salvados por la gracia
mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios;
tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya
somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano
dispuso Dios que practicáramos» (2,8-10).
Aquí se percibe que toda la
iniciativa salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón acogido en la
fe; pero esta iniciativa, lejos de limitar nuestra libertad y nuestra
responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las
obras de la caridad. Éstas no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del
cual gloriarse, sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede
abundantemente. Una fe sin obras es como un árbol sin frutos: estas dos
virtudes se necesitan recíprocamente.
La Cuaresma, con las
tradicionales indicaciones para la vida cristiana, nos invita precisamente a
alimentar la fe a través de una escucha más atenta y prolongada de la Palabra
de Dios y la participación en los sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en
la caridad, en el amor a Dios y al prójimo, también a través de las
indicaciones concretas del ayuno, de la penitencia y de la limosna.
4. Prioridad de la fe, primado de la caridad
Como todo don de Dios, fe y
caridad se atribuyen a la acción del único Espíritu Santo (cf. 1 Co 13), ese
Espíritu que grita en nosotros «¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6), y que nos hace decir
«¡Jesús es el Señor!» (1 Co 12,3) y «¡Maranatha!» (1 Co 16,22; Ap 22,20).
La fe, don y respuesta, nos da a
conocer la verdad de Cristo como Amor encarnado y crucificado, adhesión plena y
perfecta a la voluntad del Padre e infinita misericordia divina para con el
prójimo; la fe graba en el corazón y la mente la firme convicción de que
precisamente este Amor es la única realidad que vence el mal y la muerte. La fe
nos invita a mirar hacia el futuro con la virtud de la esperanza, esperando
confiadamente que la victoria del amor de Cristo alcance su plenitud.
Por su parte, la caridad nos hace
entrar en el amor de Dios que se manifiesta en Cristo, nos hace adherir de modo
personal y existencial a la entrega total y sin reservas de Jesús al Padre y a
sus hermanos. Infundiendo en nosotros la caridad, el Espíritu Santo nos hace
partícipes de la abnegación propia de Jesús: filial para con Dios y fraterna
para con todo hombre (cf. Rm 5,5).
La relación entre estas dos
virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos fundamentales de la
Iglesia: el bautismo y la Eucaristía. El bautismo (sacramentum fidei) precede a
la Eucaristía (sacramentum caritatis), pero está orientado a ella, que
constituye la plenitud del camino cristiano. Análogamente, la fe precede a la
caridad, pero se revela germina sólo si culmina en ella. Todo parte de la
humilde aceptación de la fe («saber que Dios nos ama»), pero debe llegar a la
verdad de la caridad («saber amar a Dios y al prójimo»), que permanece para
siempre, como cumplimiento de todas las virtudes (cf. 1 Co 13,13).
Queridos hermanos y hermanas, en
este tiempo de Cuaresma, durante el cual nos preparamos a celebrar el
acontecimiento de la cruz y la resurrección, mediante el cual el amor de Dios
redimió al mundo e iluminó la historia, os deseo a todos que viváis este tiempo
precioso reavivando la fe en Jesucristo, para entrar en su mismo torrente de
amor por el Padre y por cada hermano y hermana que encontramos en nuestra vida.
Por esto, elevo mi oración a Dios, a la vez que invoco sobre cada uno y cada
comunidad la Bendición del Señor.
Vaticano, 15 de octubre de 2012
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